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9 de julio del 2007. Cae nieve en Monte Grande

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9.10.08

Fútbol, esa loca pasión

"La biblioteca destinada a la educación universal, es más poderosa que nuestros ejércitos".
Jose de San Martin

PARA GANAR HAY QUE JUGAR BIEN

Por Jorge Barraza


“Por ganar dan tres puntos, por jugar bien no dan nada”, filosofó hace unos días Diego Simeone, técnico de River Plate. Lo subrayó como si jugar mal fuese un requisito indispensable para ganar.

No existe nada más opuesto: jugar bien es el camino para triunfar. En el fútbol y en cualquier actividad humana. Lo contrario sería como si nosotros aconsejáramos a un amigo: escribe mal, puede que te contrate una editorial. Conduce mal, quizás llegues a la Fórmula Uno. O a un hijo: estudia mal, me encantaría que seas un gran ingeniero.

Jugar bien y perder o hacerlo mal y ganar. ¡Qué discusión…! Da para varias rondas de café. Lástima que se parta de una opción falsa. En el 99 por ciento de los casos, el que juega bien gana; y en idéntico porcentaje, quien lo hace mal pierde.

Caso contrario, sería muy sencillo para los entrenadores, en la charla previa al partido les dirían a su plantel: “Muchachos, por favor hagan todo mal que hoy necesitamos los tres puntos”. Jugar mal es que el arquero no ataje una, que los defensas pifien los rechazos, que los volantes fallen todos los pases y los delanteros rematen desviado. También es marcar mal, no hacer presión sobre el rival y dejarlo dominar a gusto el juego, atacar sin sorpresa, no tener cambio de ritmo, manejar torpemente la pelota, pasarla al contrario, tirar pelotazos sin sentido, actuar sin actitud, sin concentración.

Jugar bien es que en un equipo las individualidades respondan con acierto y sumen su aporte al objetivo grupal, que haya armonía de conjunto, que el balón se pase entre compañeros, que haya velocidad, precisión, definición, profundidad. Lo penoso es que a esta altura del fútbol haya que explicarlo. Que técnicos jóvenes como Simeone difundan un mensaje tan equivocado y, sobre todo, tan vacío de contenido ético y conceptual. Ético porque, en el fondo, equivale a decir: “Hay que ganar como sea”. Conceptual pues no explica cómo se llega a la victoria sin acertar los procedimientos.

Ocurre, también, que se confunde jugar bien con jugar “lindo”. Son tópicos diferentes. Hay conjuntos que no son estéticamente agradables, aunque sí eficientes. Y viceversa.

“Hay que ganar como sea porque sólo se recuerdan los triunfos”, dice un hincha contrariado. Mentira: sobrevive lo épico. El dos de mayo se cumplieron 40 años del fabuloso gol de Juan Ramón Verón al Palmeiras en la final de la Libertadores, en el cual arrancó de atrás de la mitad de la cancha, eludió a medio Brasil y la clavó en el arco. De toda esa ráfaga de títulos y gloria estudiantil, lo que se conserva intacto es aquel gol celestial de Verón. Lo demás se deforma entre las fláccidas paredes de la memoria. O lo barre el viento del olvido. Nadie entrega plaquetas recordatorias por patadas alevosas, triunfos innobles o batallas campales.

Siempre tendremos presente aquel clásico en Italia ’90, cuando Argentina venció a Brasil 1 a 0 en un partido que mereció perder por cinco goles. Salvadas milagrosas, los palos, acaso el destino quiso ponerle un resultado injusto y caprichoso. Pero es uno entre miles. Y aún así debemos convenir que Brasil falló en algo: la puntería. Si definía bien, el triunfo era suyo. Y Argentina, arrasado casi, tuvo un instante de lucidez en Maradona y Caniggia y liquidó el pleito. Algo hizo bien.

El orgullo que provoca en Paraguay su selección nacional, la ilusión generada por la Roja en Chile y el tormentoso despido de Jorge Luis Pinto en Colombia tienen una sencilla explicación: el juego. Bueno en unos, malo en el otro.

Más allá de la calidad de sus jugadores (que la tienen), Paraguay sabe a qué sale a la cancha: es un equipo ordenado, solidario, con mucha presión sobre la pelota, marca bien y ataca con pujanza. Nada revolucionario, sin embargo se le advierte trabajo, una idea clara, buen ambiente entre el técnico y los jugadores (esencial).

Chile, con actores de menos categoría (fundamentalmente porque los guaraníes lucen una mentalidad más sólida que los araucanos) igualmente produce entusiasmo: es un equipo animoso, ofensivo, convencido de la idea de su entrenador.

Colombia es la contracara. Además de jugar feo, juega mal. Y hubiese podido hacerlo peor. Era un camino sin retorno: nada hacía presagiar que con el mismo esquema de pensamiento variaría el rendimiento. A Jorge Luis Pinto no lo echaron los resultados, tampoco los directivos ni los jugadores: lo echó el juego. No hay tramas ocultas ni un problema de exitismo. Colombia está sexto a dos puntos del quinto. Y quedan 30 unidades en juego. Incluso podría catalogarse como una situación aceptable. Pero hasta el menos informado de los hinchas sabe que es imposible jugar 18 partidos a nada y clasificar a un Mundial. Por eso lo eyectaron a Pinto. Una vez se suma, dos también, acaso una tercera… Dieciocho, no. El 0-4 frente a Chile es una contundente ratificación de que para ganar hay que jugar bien. Se lo demostró el rival. También su propio y espantoso desempeño.

La gente -no toda- celebra empates indecorosos (los de Colombia versus Perú y Ecuador) o insípidos (ante Bolivia y Brasil), triunfos afortunados (Venezuela, Argentina) con la pelota viajando por el aire, a puro forcejeo y pegándole de puntín mientras se obtienen algunos dividendos y la tabla le da cierta sensación de bienestar. No le importa el método, quiere puntos. Hasta que un día ese ilusorio rascacielos se desploma. ¿La razón? No hay cimientos, falta el sostén que da el buen juego.

Paraguay y Chile (Colombia, por oposición) son la prueba irrefutable de que el único camino hacia la victoria es jugar bien, con fundamentos, con orden, si no con estética con cierta prolijidad. Y pensando en el arco de enfrente. Siempre está más cerca de ganar el que ataca. Todo lo demás tiene un nombre: casualidad.


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