Nieve en Monte Grande

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9 de julio del 2007. Cae nieve en Monte Grande

Nuestras Islas Malvinas

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LAS MALVINAS SON ARGENTINAS

8.11.07

Agrupamientos políticos primarios.

Los antiguos romanos dijeron: “Ubi homo, ibi societas”: cuando existe el hombre, existe la sociedad.

La comprensión de ello — unida a la segunda parte de esa sentencia latina: “Ubi societas, ibi jus”: cuando existe la sociedad, existe el Derecho — representó en cierto modo la culminación del desarrollo de la civilización política; la peripecia del género humano para organizar su comunidad y establecer las normas de su convivencia.

En la historia política del hombre, la Historia de los hechos representa, en realidad, el recubrimiento argumental de la verdadera historia humana: la del desarrollo de sus ideas y la de los sistemas que empleó para gobernar sus sociedades, en aplicación de esas ideas acerca del sentido de su vida colectiva, y de su propia existencia individual.
En sus orígenes remotos, el hombre siempre vivió colectivamente; pero los testimonios de la Historia no nos permiten considerar que haya tenido conciencia del problema de su organización social, de la forma más adecuada de establecerla, y de los objetivos y finalidades de esa vida colectiva.
Los que formaron las civilizaciones más antiguas, como la Hitita, las del antiguo Oriente, o la de Egipto faraónico, tuvieron una organización política estrechamente ligada a la fé religiosa; pero no surge de sus documentos que estuvieran esencialmente guiados por una imagen de su propio futuro, por un ideal hacia el cual dirigirse como colectividad.
La religión siguió siendo durante siglos un factor predominante en las concepciones y en las prácticas políticas (y aún productivas, como en materia de agricultura). El cristianismo constituyó, sin duda, un factor importantísimo en la evolución de las concepciones políticas de la humanidad. Pero fue, antes, a partir de la civilización griega antigua, que los hombres empezaron a separar los asuntos del orden sobrenatural y religioso, de los asuntos del orden real y práctico determinados por su organización y su convivencia políticas; aunque fueron los romanos antiguos los que culminaron ese proceso.
Como enseñaba en sus clases el eminente profesor de Historia uruguayo Evangelio Bonilla, en el proceso de la civilización política del hombre, el primer gran paso fue cuando del FAS — el componente religioso, inicialmente único de la organización política de la sociedad — se separó el MOS — el componente no-religioso, sino moral, de la organización política de la sociedad — y luego, cuando del MOS se separó el JUS, es decir, el componente estricamente jurídico, constitucional, de la organización política de la sociedad.
Los antiguos filósofos griegos — uno de cuyos centros de atención fueron las organizaciones de las sociedades humanas — reconocieron la condición natural social del género humano; trasuntada en la repetida expresión de Aristóteles
de que “El hombre es un animal político”.
La evolución de las modalidades de vida de las comunidades humanas primitivas — sobre todo el pasaje del estado de vida errante y nómade a los asentamientos agrarios una vez aprendido el arte de hacer cultivos — determinó necesariamente la radicación conjunta de individuos humanos vinculados por lazos de nacimiento; y la formación de aldeas.
Sin embargo, aún antes de ello, las actividades de caza y aquellas de combate y defensa frente a otros grupos humanos compitiendo por los mismos recursos vitales, determinaron que los individuos se constituyeran en agrupamientos de base más vasta que la familia, bajo la autoridad de un jefe: la horda.
El proceso de conformación de unidades sociales y políticas más avanzadas — cuyo estudio y análisis detenido el objeto de otras disciplinas, especialmente la sociología — cubre etapas que comprenden:
la tribu — en que el factor de cohesión del grupo lo constituye la existencia real o atribuída de un antecesor común y por lo mismo un alto grado de uniformidad racial;
el genos griego, o la gens romana — que constituye un agrupamiento de base más amplia y donde el elemento cohesivo, aunque invocándose también un supuesto antepasado común, se sustenta más bien en factores de índole cultural, religioso en función de dioses menores (lares), y de relacionamiento social, que de parentesco;
la polis — forma de estructuración ya de tipo político, en que concurre un componente de convivencia física en la ciudad, con una concepción más institucional de la comunidad, dotada de centros de autoridad diferenciados y estructurados en una organización distinta de las precedentes, en que la autoridad de un jefe era esencialmente una cuestión de poder de hecho, sin un fundamento formal explícito que le asignara legitimidad. De esta forma, puede decirse que en la polis griega antigua, aparece por primer vez el concepto del Estado — la ciudad-estado — como una organización esencialmente política y jurídica de la comunidad social. Y del mismo modo, ese modelo institucional de la ciudad-estado se aplica a las ciudades italianas primitivas, de la época inicial de Roma y la Confederación Latina.
Surgimiento del Estado moderno
Por la propia imposición de su condición gregaria, el hombre ha vivido en agrupamientos sociales desde sus más remotos orígenes.
Sin duda, aún en esos agrupamientos primitivos — en la misma forma que ocurre entre los animales que viven en manada — siempre debió existir lo que el sociólogo francés Léon Duguit definiera como “diferenciación entre gobernantes y gobernados”. La existencia de un jefe en la horda, debió ser resultante de que se destacaba en el combate, por su valentía o su ferocidad. Pero también ha debido ser resultado de una ineludible diferenciación funcional; lo que en otros órdenes suele llamarse “la relación técnica de mando” que resulta imprescindible para coordinar adecuadamente toda actividad humana de carácter colectivo.
En las formas un tanto más avanzadas de organización del mando en las comunidades sociales primitivas, del tipo de la genos griega y la gens romana, la autoridad emanaba principalmente del respeto hacia los progenitores y de la atribución a los más ancianos de una mayor sabiduría consecuente con la experiencia. En ciertas estructuras, esa autoridad no quedaba centrada en un individuo sino en un cuerpo colectivo, un consejo de ancianos o un “consejo de familia”.
En las más antiguas civilizaciones históricas - que poseyeron el instrumento de la escritura - del tipo de los Hititas o los diversos Imperios Egipcios, la autoridad del Estado quedó generalmente vinculada a la figura de un Rey, cuya legitimidad quedaba principalmente referida a fundamentos de carácter religioso.
Las ciudades griegas de la época clásica — cuyo auge tuvo lugar alrededor del siglo V A.C. — constituyen la forma completa de organización política estatal más antigua, históricamente conocida; en que puede advertirse la existencia de un sistema de autoridad institucional, en el cual diversos órganos tenían asignadas funciones propias, que cubrían de hecho todas las necesidades de funcionamiento de la sociedad. Sus detalles, son objeto del estudio de ese período de la Historia; que debiera constituir una secuencia cronológica, apta para proveer al estudiante el sustento de sus conocimientos acerca de las posteriores realizaciones y realidades históricas, así como para percibir el valor de esas tradiciones en la civilización humana.
Es en la antigua ciudad-estado griega, que se configuran en forma muy completa y diferenciada los sistemas de organización del Estado, como una entidad fundamentalmente orientada a atender los asuntos “políticos”. Allí aparece el concepto de la sociedad como centro del poder del Estado, la Asamblea o ágora; y la existencia de órganos definidos a los que se atribuyen determinadas funciones de decidir en cuestiones referidas al interés general de la comunidad, ocupados por personas — funcionarios — cuya legitimidad para ello proviene de haber sido designados cumpliendo con ciertas formalidades. Una de las más importantes innovaciones políticas de la civilización griega, en este sentido, ha sido la de asignar un plazo para esos mandatos; aunque también haya ocurrido que en algunos casos — como en el de Pericles — algunas personas hayan ocupado los cargos durante un término bastante más extenso que el originariamente previsto.
El ulterior proceso histórico y político de la Roma antigua — desde la primitiva “república de los reges” pasando por la República senatorial clásica, hasta el Imperio Romano — y esencialmente su influencia resultante de la conquista y gobierno de prácticamente todo el mundo civilizado de su tiempo, conformó una estructura política y jurídica, de hecho dotada de los mismos elementos que actualmente se consideran componentes del Estado.
Indudablemente, fue en la civilización romana antigua — y mucho más en la República que en el ulterior Imperio — que se configuraron plenamente los caracteres y el concepto del Estado; concebido como una forma de organización de un sistema de autoridades dotadas de poderes jurídicamente definidos, investidas de una legitimidad asimismo jurídica. Sus decisiones importaban la voluntad del poder público, imputada a una entidad considerada expresión política y jurídica de la sociedad, el Estado; como surgía de la expresión que encabezaba las decisiones del Senado: S.P.Q.R (Senatus Populus Que Romanus: El Senado y el Pueblo Romano).
Sin embargo, el proceso de la Historia determinó la desaparición del Estado romano imperial, y en definitiva, la fragmentación de las comunidades europeas civilizadas en la forma de organización feudal durante la Edad Media.
Por ello, el concepto moderno del Estado y sus elementos — el que puede considerarse vigente y aplicado en nuestros tiempos — es de existencia mucho más reciente. Los llamados “Estados nacionales” han surgido fundamentalmente en Europa al término de la Edad Media, en un proceso que abarcó varios siglos, como resultado de la conjunción de varios factores.
El proceso que condujo por un lado a la asimilación entre los grupos humanos que adoptaron una misma lengua y al mismo tiempo a su diferenciación de los que adoptaron otras, se complementó con la progresiva extinción del feudalismo y la concentración del poder en la figura de los reyes.
Generalmente los historiadores señalan como hitos que marcan el fin de la Edad Media y el comienzo de la Edad Moderna, la caída Constantinopla y del Imperio Romano de Oriente al apoderarse los turcos de su capital (en 1453), y el descubrimiento de América (en 1492). Pero sustancialmente, los tiempos modernos comenzaron en Europa a consecuencia del conocimiento de la pólvora traída de China por Marco Polo, que originó el surgimiento de las armas de fuego, y quitó a los señores feudales el monopolio compartido de una fuerza que, a la vez, estaba muy equilibrada entre todos ellos como para que alguno pudiera imponerse sobre el resto.
Como lo señalaba en sus clases otro eminente y recordado profesor uruguayo de Historia, Carlos Pittaluga — de la misma manera que las flechas de hierro de los guerreros de Atila al atravesar las corazas de cuero de las legiones romanas, les obligaron a “blindarlas” con pesadas mallas metálicas con lo que les quitaron su esencial movilidad, hicieron caer el Imperio Romano — la concentración del poder en un grupo cada vez más reducido de señores feudales y finalmente en el Rey; en gran medida fue resultado del invento del cañón. Un arma nueva a la vez poderosa y costosa, capaz de destruir las murallas de los castillos, que solamente podía construirse en importantes talleres y que por ello no estuvo al alcance de la generalidad de los caballeros feudales, sino sólo de aquellos que tuvieron la capacidad económica y técnica de obtenerla.
Indudablemente, para el surgimiento de las nacionalidades — consideradas como presencia en un vasto agrupamiento humano de la conciencia de integrar una unidad cultural, tradicional, histórica y aún religiosa — ha desempeñado un papel fundamental la evolución de los idiomas; especialmente la diferenciación del latín en los territorios que habían integrado el Imperio Romano de occidente, dando lugar al surgimiento de las lenguas romances.
Al mismo tiempo, las contiendas y luchas que surgieron entre los diversos aspirantes a consolidar un poder predominante dentro de los territorios “nacionales” determinados por esas diferenciaciones idiomáticas, dieron origen a lealtades y enemistades que contribuyeron fuertemente a conformar las tradiciones y los componentes emocionales del concepto de nacionalidad. Las nacionalidades pautaron la historia europea practicamente desde el fin de la Edad Media hasta nuestros días; y unidas a esos factores de centralización del poder conformaron los elementos constitutivos de los modernos Estados.

ana

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