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1.3.09

Actualidad Política

"LIBERTAD ES EL DERECHO QUE TIENE CADA HOMBRE DE CUMPLIR CON SU DEBER"
JOSÉ MARTÍ

La crispación al poder
La Nación.com

La frecuente irascibilidad del matrimonio Kirchner hace temer una radicalización del espíritu belicoso

Desde que Néstor Kirchner se puso al frente de la administración nacional, en 2003, quedó claro que para él y su esposa el poder debe conquistarse y ejercerse a través del conflicto.

Desde aquel año, el ejercicio de la función pública quedó identificado, casi de manera absoluta, con una serie de rivalidades tan prolongada que cualquier enumeración parece incompleta. Desde la Casa Rosada se embistió contra la dirigencia del propio partido, en especial contra la que más había hecho por el acceso del matrimonio al Gobierno. Se trabajó, además, para la fragmentación de las fuerzas opositoras. Ni los vicepresidentes -primero Daniel Scioli, ahora Julio Cobos- se salvaron de la ira. Se batalló contra la Iglesia hasta el extremo de que el ex presidente dejó de asistir a los funerales de Juan Pablo II y jamás respondió a un pedido de audiencia del episcopado local. Autoridades de otros países, de las más diversas orientaciones ideológicas, y los organismos internacionales de crédito fueron denostados como supuestos agentes de una expoliación externa. También el empresariado, local o extranjero, se fue acostumbrando a la diatriba. Desde los medios de comunicación hasta el campo o las Fuerzas Armadas, casi no hubo sector que no haya sido blanco de la furia kirchnerista.

Durante el tramo inicial de su ciclo de poder, los Kirchner consagraron el conflicto como método principal de la política. Esa inclinación fue interpretada por buena parte de la opinión calificada como una estrategia. Carente de los votos necesarios para sostenerse en el Gobierno, el nuevo presidente habría recurrido a varios enfrentamientos para rodear a su figura del consenso que no había conseguido en las urnas. Hasta llegó a saludarse la presencia de un gobernante combativo, que venía a restaurar la devaluada autoridad del Poder Ejecutivo.

La superficialidad de aquel diagnóstico está hoy al desnudo. Cuando las condiciones de la fragilidad original quedaron superadas y el kirchnerismo alcanzó la fase culminante de su parábola, el ejercicio de la violencia verbal y del enfrentamiento permanente aparecieron como los rasgos de un liderazgo autoritario. En la crisis con el campo del año pasado quedó a la vista que el recurso al conflicto no es hijo de una estrategia sino de una compulsión por el poder, carente de plan o ideología.

Las actitudes, discursos y decisiones del Gobierno en las últimas semanas no hacen sino resaltar esta característica. El escenario en el que el oficialismo debe moverse está mutando de manera vertiginosa. No sólo porque las inconsistencias de la economía local, potenciadas por la tormenta internacional, obligan a administrar restricciones cada vez más duras. También porque la base electoral y política en la que ese oficialismo se asienta se está reduciendo día tras día.

Este cambio de contexto no está inspirando en la Presidenta ni en su esposo un giro que les permitiría constituir en torno de su gobierno el acuerdo nacional que demandan las grandes crisis. Al contrario, el matrimonio Kirchner ofrece manifestaciones tan frecuentes de irascibilidad que hace temer una radicalización de ese espíritu belicoso con el que se ha movido hasta ahora.

En los últimos días, los dirigentes del PJ que se alejaron del calor oficial fueron calificados de "traidores" que "se sientan a la mesa del enemigo". El ex presidente afirmó también que "los que traicionan una vez traicionan siempre". No advirtió que esa forma de condenar a los disidentes acaso pudo ofender a los numerosos integrantes de su gabinete y a legisladores nacionales que se sumaron a él después de abandonar otras fidelidades.

Al referirse a la oposición, el Gobierno la descalifica como "los que incendiaron el país y huyeron en helicóptero". Y al referirse a las protestas agropecuarias del año pasado insiste en describirlas como "un movimiento destituyente". Cuando la administración se enfrenta a restricciones económicas, se las imputa a la crisis internacional. Pero cuando las que deben hacer ajustes son las compañías, esas limitaciones se convierten en caprichos de los empresarios, cuya perversidad, en la caricatura que provee el oficialismo, parece congénita. Cuando la prensa divulga noticias antipáticas o cuando critica los procedimientos del poder, no está cumpliendo su función en una sociedad abierta y pluralista, sino que "trabaja para poner trabas y condicionar". Otras veces el ex presidente o su esposa se confiesan víctimas de maquinaciones concertadas por opositores, empresas y medios de comunicación en cuyo interés estaría provocar su ruina.

Esta propensión a materializar las dificultades y los infortunios, identificándolos con sectores o sujetos que, animados por intereses subalternos, orquestarían una conspiración permanente, entraña un riesgo especial durante las crisis. En vez de dejar de lado diferencias accidentales para convocar a un consenso a través del cual se puedan encontrar soluciones más inteligentes para los desafíos, desde la cima del poder se promueve una peligrosa interpretación de las dificultades, según la cual éstas deben ser imputadas a la inquina de tal o cual actor social.

Este procedimiento, cuyo principal objetivo es relevar al Gobierno de la responsabilidad que le cabe en la gestión de los asuntos públicos, puede desencadenar reacciones que las propias autoridades acaso sean incapaces de moderar. La opinión pública -sirva el caso como un ejemplo- ha asistido con espanto a manifestaciones de antisemitismo por parte de dirigentes muy activos del oficialismo, sin que esas aberraciones hayan recibido la condena que merecían, sobre todo de un elenco político que suele agitar la bandera de los derechos humanos.

Es posible que quienes en la actualidad ejercen el poder no puedan corregir su propensión al conflicto, aun cuando las circunstancias más lo aconsejen. Por esa razón la oposición política y los líderes sociales que mantienen desinteligencias con la administración deberían asumir como propia la cooperación y el diálogo. De esa forma, el escrache, la persecución y la violencia no terminarán siendo la respuesta al desasosiego que trae consigo toda crisis.

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